Por: Juan Chávez
Sin darles la cara, López Obrador llama hipócritas a los jefes de Estado y de Gobierno que asisten a la reunión mundial de defensa contra el cambio climático del planeta en Glasgow, Escocia.
Les criticó que hayan llegado a la cumbrera del Cambio Climático en aviones privados. Algo que lo identifica con su comportamiento nada presidencial de volar en vuelos comerciales, sin importarle mínimamente el tiempo perdido que, en el caso de un presidente, no es comodidad que lo haga en nave oficial, sino necesidad.
El tiempo de un presidente es valioso. Su valor va pegado al bien o al mal de la nación que gobierna. Es sustantivo esencial en el desarrollo de los planes de su gobierno. Pero esto le importa un soberano cacahuate al mandatario que pasa felices sus horas de encerrona en Palacio Nacional.
Esa descalificación al otro lado del Atlántico, lo pinta a él, sin embargo, como más hipócrita y hasta cobarde. No viajó a Glasgow, pero si se aventó el tiro de lanzar su hipócrita descalificación a los más de 120 mandatarios que si acuden a la cita… aunque finalmente los acuerdos a que lleguen no serán cumplidos y consecuentemente no se detendrá el calentamiento de la Tierra que actualmente se halla en 1.1 grados con relación a los inicios de la revolución industrial, y empezará a ser el fin del mundo si los gobiernos no frenan sus ambiciosos crecimientos fincados en las energías sucias producidas con carbón, gas y otros combustibles fósiles.
En 1992, el mundo se regocijó con los acuerdos de Kyoto sobre cambio climático. En esa reunión, conocida como la Convención sobre Cambio Climático de Naciones Unidas, hubo un consenso entre los países asistentes. Se determinó que, basado en datos científicos, se podía afirmar que la temperatura del planeta estaba subiendo, y que el hombre, y sus emisiones de CO2, eran los causantes.
Tardaron cinco años en elaborar el documento final con la aprobación de los 192 países signatarios, y dos años más en recabar las firmas. El protocolo entró en vigor en febrero de 2005.
Doce años de reuniones, estudios, discursos, posturas, controversias y alegatos, a un costo de 716 mil millones de dólares. No era un acuerdo malo. Simplemente, nunca se aplicó. China, India, Rusia, el propio Estados Unidos, que cargó con dos terceras partes del costo, violaban los términos de las emisiones un día sí, y otro también.
Para 2015, 10 años después, la situación del planeta ya era emergencia. No se había detenido el calentamiento, las emisiones no se redujeron lo suficiente, y la comunidad científica advirtió que, si no se aplicaban medidas radicales, el cambio climático ocasionaría el final de la civilización como la conocemos.
Otra vez, no pasó gran cosa. Uno que otro país anunciaba con orgullo que se acercaban a generar energía limpia, aprovechando nuevas tecnologías. Pero esto no le cuadró a las grandes petroleras, que vieron la posibilidad de volverse obsoletas, y aplicaron cientos de miles de millones de dólares en cabildeos a nivel mundial, en campañas de desinformación, y en apoyos a políticos populistas, como Trump, Bolsonaro y López Obrador, a quienes el futuro del planeta, y por ello, de nuestra especie, les vale una tonelada de calabaza.
Ahora, están reunidos en Glasgow, y es difícil ser optimista. El martes, entre jalones y estirones, finalmente México y Brasil, entre otros, firmaron acuerdos para detener la deforestación en sus países. Al presidente de México le importa tanto la reunión, que ni se presentó en Glasgow, como tampoco fue a Roma el fin de semana a la reunión del G20.
Si el canciller Ebrard “convenció” a López de firmar el acuerdo, no lo convencerá de respetarlo. Tendría que desaparecer su fracasado programa Sembrando Vida, que ha resultado un estímulo para acelerar la deforestación, no para detenerla.
Los clientes prefieren, por supuesto, talar un árbol, y cobrar para sembrar otro. Pero todos conocemos la necedad y tozudez del presidente, y no le importará violar el acuerdo.